Mucho se habla
de la “Europa de las regiones” en una etapa como la actual en la que se tiende
a revalorizar el marco regional, a presentarse a la región como un ente territorial
con características históricas y culturales verdaderamente propias, y situado
en un plano intermedio entre la célula administrativa básica que se
correspondería con la local o municipal, y el marco estatal. La Europa de los
Estados-nación de la que tanto se habló en el pasado aparece hoy como un ente
administrativo obsoleto, basta recordar cómo se ha ido imponiendo en las
últimas décadas la idea de que lo auténticamente democrático es el Estado
descentralizado, de cariz autonómico o federal, pese a casos paradigmáticos de organización
territorial justificados por un gran peso histórico – es el caso del
centralismo francés – en la mayor parte de los Estados de la Unión Europea se busca el
respeto a la diversidad cultural y la representatividad política de todos los
territorios y minorías que la componen y de ahí que cuenten hoy con una
organización descentralizada, sea esta el “Estado de las Autonomías” en España,
los distintos gobiernos regionales en Italia, los países que conforman el Reino
Unido en las islas británicas, la unidad de flamencos y valones en Bélgica, o
la estructura de los Landers en que se divide Alemania, por citar solo ejemplos
sobradamente conocidos.
Esta descentralización político-territorial responde a esa doble
finalidad de hacer la administración más eficaz y cercana al ciudadano, y a la
vez hacer compatible la unidad del país con el respeto a las características e
idiomas propios de cada región, y en su fracaso o en su éxito podemos obtener un
ejemplo del proyecto europeo: alcanzar “la unidad en la diversidad”. Hay quien
cuestiona la viabilidad de la unidad de Europa en base a las enormes
diferencias, culturales, sociales, políticas, y económicas, de sus miembros,
pero en realidad no existe ningún Estado europeo que sea plenamente homogéneo,
todos cuentan con diversidad regional y local, y esto debe ser considerado como
algo positivo y enriquecedor y no como un obstáculo al entendimiento entre las
partes.
Ahora bien, ¿cómo se traslada esto a un plano tan práctico como es
el económico? y sobre todo: ¿cómo hacer que prime la unidad y la solidaridad
entre las regiones de Europa en una etapa de crisis económica e incluso
institucional como la que estamos viviendo en la actualidad? Europa no es
homogénea, como tampoco lo son los Estados que la componen, y la Historia nos ha
demostrado que en tiempos de bonanza económica se puede alcanzar cierto grado
de bienestar generalizado, sobre todo si los mecanismos de redistribución de
empleo y riqueza son los adecuados, pero que por el contrario, en etapas de
crisis los más ricos o mejor situados económicamente se vuelven celosos de su
status, mientras que los menos favorecidos o más afectados por la crisis claman
por un reparto más justo y equitativo de la ayuda en función a las necesidades
de cada uno. No obstante, la base de la que se parte no es la misma, cada
región cuenta con una estructura económica diferente, al igual que es también
culturalmente distinta, y la economía está globalizada por eso debe optar por fomentar
y promocionar los sectores económicos que más puedan beneficiarle e integrarse
así en el sistema económico. En España hay regiones que tradicionalmente han
sido industriales, o al menos desde las revoluciones industriales que
comenzaron en el siglo XIX, mientras que otras, como es el caso de la nuestra,
han pasado recientemente de una economía agraria de tintes más o menos
tradicionales a un sector servicios basado principalmente en la construcción.
No se trata quizá de que estas regiones menos favorecidas copien o importen el
modelo de las más ricas, sino que sepan que es lo que pueden aportar al
conjunto total.
En una economía de subsistencia, como lo eran las de siglos pasados,
cada región producía un poco de todo, con vistas al autoconsumo, con la Revolución Industrial ,
que conllevó también una revolución en el transporte y en los sistemas de
mercado, la mayoría de las regiones se “especializaron” en un determinado
producto o sector, así, en muchos casos las regiones agrícolas convirtieron
muchas de sus comarcas en monocultivos que exportaban a otras donde la
industria demandaba precisamente esas materias primas, creando en muchos casos
una dependencia de “tipo colonial” podríamos decir (regiones industriales que
explotaban los recursos naturales de las no industrializadas) que no siempre resultaba
justa para alguna de las partes. Hoy, sin llegar a esos niveles de
especialización económica, cada región debería aportar y promocionar lo que
tiene.
Castilla-La Mancha quizá perdió el tren de la I y la
II Revolución Industrial pero cuenta hoy
con factores a su favor: suelo de sobra en caso de necesidad de deslocalización
industrial, nudos de comunicaciones por haber sido históricamente una región
central – y no sólo “de paso”, como siempre se ha dicho – y sobre todo un medio
natural y un patrimonio cultural envidiable, con dos ciudades que ostentan el
título de Patrimonio de la
Humanidad por la
UNESCO (Toledo y Cuenca), y 2 parques nacionales de los 15
con los que cuenta España (aspecto en el que únicamente nos aventaja la
comunidad canaria y Andalucía), recordemos que la provincia de Ciudad Real es la
única de la Península
con dos parques nacionales (Cabañeros y las Tablas de Daimiel), y todo ello gracias
en parte a las ayudas procedentes de la Unión Europea.
En una etapa como la actual, de auge del turismo a nivel mundial por
los avances en los medios de transporte y la difusión de la información, son
estas las “bazas que debe jugar” nuestra región para hacerse competitiva e
integrarse en la economía no solo de España sino también de Europa, de la Europa de las regiones.