La necesidad de mejorar, de prosperar, es innata a la naturaleza
humana, responde a nuestro instinto de supervivencia así como a nuestra tendencia
constante a progresar, a prosperar. Por ello la emigración ha constituido una
constante histórica desde los albores de la Humanidad. La
población ha tendido a desplazarse de un lugar a otro, de forma colectiva o de
manera individual, buscando precisamente esa mejora en sus condiciones de vida,
o al menos lograr cubrir sus necesidades más básicas.
Europa presenta hoy, pese a las crisis cíclicas que experimenta, una
gran fortaleza en el campo económico, con importante estabilidad política y un avance
en su democracia sin precedentes, y eso hace que actúe como un señuelo para los
más desfavorecidos, como un destino predilecto para los habitantes de regiones
más pobres de todo el planeta, que a veces llegan a arriesgar y poner en
peligro su propia vida al intentar alcanzar nuestras costas o cruzar nuestras
fronteras huyendo del hambre, las dictaduras, las guerras u otras catástrofes
humanitarias, como tenemos ocasión de comprobar por las tristes noticias que
nos llegan todos los días a través de los medios de comunicación, como las últimas
imágenes llegadas de las costas septentrionales del Mediterráneo o las
fronteras más orientales de Europa.
El drama de la emigración ni es un fenómeno nuevo ni es un
fenómeno exclusivamente europeo, no obstante, en el caso que nos atañe, la Unión Europea toma
en consideración estos asuntos, adoptando medidas adaptadas a cada caso específico,
lo cual es esperanzador. En mayo del 2015 la Comisión Europea
presentó su nueva Agenda Europea de Migración que triplica la capacidad de
operación y los activos del programa operativo Frontex con el fin de garantizar
la seguridad en nuestras fronteras, principalmente combatiendo a las mafias que
trafican con seres humanos, en conformidad con las reglas del Derecho
Internacional; garantizar dentro de nuestras fronteras los llamados Fondos de
Asilo, Migración e Integración (FAMI) para ayudar a los recién llegados; y por
último, mejorar los mecanismos de distribución temporal de los flujos masivos
de personas que llegan a Europa mediante un programa de reasentamiento en todos
los Estados miembros y del que se beneficiaran unos 20.000 emigrantes.
Las últimas catástrofes humanitarias vividas en el sur de Europa
han puesto de relieve dos cuestiones fundamentales: la sociedad europea es en
general una sociedad concienciada con los problemas de los que menos tienen, de
hecho la Unión Europea
es la principal contribuyente y cooperante en cuanto a la ayuda al desarrollo
en todo el mundo; y en segundo lugar, el drama de la emigración es un problema
que ningún miembro de la Unión
puede abordar por sí solo, hay que actuar de forma conjunta, Italia y España en
este caso concreto no pueden afrontar en solitario la llegada masiva de
emigrantes a sus costas.
La solidaridad debe contar con una doble dimensión: individual,
con respecto a los recién llegados en busca de una nueva vida entre nosotros, y
global, por parte de las instituciones comunitarias hacia los considerados
“Estados en primera línea”, teniendo siempre presente en mente que los que en
realidad se encuentran en “primera línea” son las personas que sufren el drama
de tener que dejar sus hogares para lograr alcanzar “el sueño europeo”, unas
condiciones de vida dignas.