Es difícil hablar de la Unión Europea en estos momentos, es complicado
tratar algún tema relativo a ella sin caer en la polémica, en la crítica,
debido a la situación de ajuste que se está viviendo en estos últimos años
debido a la cuestión griega, la llamada “crisis de los refugiados” y el
reciente Brexit, sin parangón en la
Historia de la construcción europea. En el futuro la segunda
década del siglo XXI será estudiada y analizada como una etapa de cambios, de
crisis pero también de reajustes y reestructuraciones de un proyecto ya casi
centenario.
Centrándonos en la situación actual, la Unión Europea atraviesa una etapa
de crisis, calificada por algunos sin precedentes, que desafortunadamente
conlleva problemas a superar y la necesidad de alcanzar soluciones lo más
justas posibles para todos, lo cual no es fácil. Pero del mismo modo, y sin
querer menospreciar ni mucho menos el sufrimiento de los principales afectados
por esta situación, como es el caso de la sociedad griega o de los refugiados
que huyen de las guerras y dictaduras en Próximo Oriente buscando una vida
mejor, también es cierto que todo momento difícil supone un reto, una
oportunidad de pararse y reflexionar, de decidir cual es el mejor camino a
seguir en el proyecto europeo. Es la hora de las decisiones.
El término “crisis”, con todas las connotaciones peyorativas que
conlleva, viene de hecho del verbo griego: “krinein”, que significa “separar” y
“decidir”, por tanto en una crisis algo se separa, hay una ruptura, y esto hace
necesario un análisis de lo ocurrido para decidir que es lo mejor que se debe
hacer.
Y es precisamente esto lo que estamos viviendo hoy los ciudadanos
y las instituciones europeas: un momento de decisiones.
¿Queremos una Europa-fortaleza en la que no tengan cabida otras
personas o culturas? O por el contrario queremos una Europa acogedora, plural
como lo ha sido históricamente, y que sepa acoger e integrar a los que solo
buscan una vida mejor en la cuna de los Derechos Humanos.
¿Queremos una Europa del capital, supeditada única y
exclusivamente a los intereses financieros y al mero crecimiento económico? ¿o
por el contrario deberíamos aspirar a una Europa de las personas? ¿a un
proyecto de construcción europea cuya economía se encuentre sujeta a las
políticas sociales, a crear bienestar, en la que las necesidades básicas de los
ciudadanos y ciudadanas de la
Unión se vean cubiertas y se aspire a una mejora continua de
su calidad de vida?
¿Queremos ceder ante los populismos que con chantajes – como es el
caso de referéndums para abandonar la
Unión – quieren socavar los principios fundacionales y
comunes de unidad y solidaridad en los que se basa la unidad de los pueblos de
Europa? ¿o queremos que estos sean principios innegociables y que constituyan
los valores de convivencia para las futuras generaciones de europeos? A más
Europa, más libertad y derechos para todos.
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